“LÍA
Y RAQUEL”
“LAS DOS
EDIFICARON LA CASA DE ISRAEL”
Aunque los relatos
bíblicos del ciclo de Jacob (Génesis 25-36) vengan envueltos entre anécdotas y
leyendas populares, nos remiten, sin embargo, a los orígenes e idiosincrasia
del pueblo de Israel. La historia del Padre de las doce tribus de Israel y la
de sus esposas no están narradas solo
para resaltar la habilidad proverbial de los judíos, que la Biblia prefiere
llamar “Sabiduría”. Al leer, estas historias podemos correr el riesgo de
distraernos con las mil peripecias o aventuras del nómada Jacob, huyendo de su
hermano hacia la tierra de sus antepasados, con la hospitalidad interesada de
su tío Labán, con el flechazo amoroso de
su bella prima Raquel y con la marginación de su hermana mayor Lía, la mujer de
los ojos enfermizos, y el consiguiente recelo y hasta rivalidad entre las dos
hermanas para conquistar y retener al apuesto primo. La narración bíblica desde
estas dos mujeres subraya sobre todo el marco providencial donde la mano
invisible pero misericordiosa de Dios guía, maneja y entreteje los hilos de la
historia. Reflexionamos en este mes sobre
Lía, la hermana mayor, cuyo significado en hebreo es “vaquilla brava y
mujer cansada”, donde nos surge una pregunta: ¿Cuáles son los cansancios y
malgenio de la mujer de hoy?; y sobre
Raquel, que significa en hebreo “humildad y oveja mansa”, son estas dos
mujeres, con sus esclavas, las madres de los hijos de Israel.
Todas estas historias
de intrigas y zancadillas familiares, como para hacer una telenovela hoy,
son el espacio y realidad en que se
mueve el decidido y astuto Jacob. Pueden
tal vez escandalizar a algunos creyentes
de nuestra moral cristiana, sobre todo cuando ve premiada con la bendición
divina las travesuras, para nosotros, del incestuoso y bígamo patriarca. Pero la cultura y los criterios morales de
aquellas tribus de primitivos nómadas orientales, corrían por caminos muy
diversos a los nuestros. Porque en esa época, el matrimonio o casamiento entre
parientes, aunque fueran primos hermanos, resultaba el medio natural e ideal no
solo para acelerar la pureza de sangre, sino también para evitar tanto la
perdida de los bienes del clan o tribu con la dispersión de la herencia, como
los posibles desvíos de las creencias hacia dioses extraños. Por otra parte, en
aquel mundo primitivo, donde la tasa de mortalidad infantil era enorme y los
hijos resultaban los mejores instrumentos de trabajo, casarse con 2 o más
mujeres permitía asegurar la descendencia; signo de la riqueza y bendición con la que Dios premiaba en esta vida a sus
fieles seguidores. De esta forma la historia de Jacob y sus esposas, escrita bajo
el prisma religioso y providencialista de la historia viene a recordar lo que
la tradición posterior resume al hablar de Lía y de Raquel: Ellas son “Las dos mujeres que edificaron la
casa de Israel” (Rut 4,11).
CLAVE DE LECTURA: LA SITUACIÓN DE LA MUJER EN EL ANTIGUO
TESTAMENTO
Más de una vez los
diferentes movimientos feministas de nuestra época, han culpado a Dios y a la
Biblia, y con ellos también a la iglesia, de las muchas formas de marginación
en que la mujer todavía se encuentra. No vamos a discutir, ni a debatir lo que
pueda haber de verdadero o falso en estas acusaciones. De entrada podríamos
afirmar que, en general, aunque los principios religioso-culturales afirmaban
desde la primera página de la Biblia
(Génesis 2,18.23) la igualdad del hombre y la mujer, sin embargo en la
práctica social y jurídica, también
desde el principio en el mundo bíblico la mujer estuvo totalmente sometida al
varón; esta es una verdad que no podemos
tapar ni ocultar. Una síntesis de esta situación se vislumbra ya en la antigua
legislación cuando el mismo decálogo o mandamiento cuenta a la mujer entre una
de las posesiones del marido (Desgraciadamente aún expresada en nuestra
sociedad postmoderna, cuando a la casada y no al casado, detrás de su apellido
se le agrega un “de…”, para indicar la propiedad del varón), afirmando
categóricamente: “No codiciarás la casa de tu prójimo, ni codiciarás la mujer
de tu prójimo, ni nada que sea de tu prójimo (Éxodo 20-17; Deuteronomio 5 ,21).
Hay una oración de los varones judíos muy conocida y famosa que algunos todavía
continúan rezando: “Alabado seas, Señor porque me has dado la vida, y porque no
me has hecho gentil, ni mujer, ni ignorante” mientras la mujer se resignaba a
orar diciendo: “Alabado seas buen Señor, porque me has creado según tu
voluntad” y un dicho proverbial o popular dentro de las grandes familias judías
decía: “Infeliz y desdichado aquel cuyos hijos son mujeres”. Y de hecho en la práctica “Mujeres, esclavos,
enfermos, pobres y niños” siempre se enumeraban y censaban juntos, sometidos a
un representante que era su dueño y señor, lo cual nos deja entender que la
mujer no llegaba a gozar de una independencia personal. A las mujeres siempre les convenía quedarse
mejor en casa y vivir retiradas de los grandes pueblos. Dentro de la ciudad,
cuando salía de casa la mujer debía cubrir su cabellera con un doble velo y
tapar su rostro con una malla para no mostrar los rasgos de su cara. Y ya en la
calle era muy mal visto y causa de una
sanción que un hombre digno se detuviera a conversar con una mujer, que por ese
motivo, podía ser repudiada por su marido,
y causa de divorcio o abandono
por parte de él. De tal forma que el radio de acción de la mujer se reducía al
interior de la casa, bajo la autoridad del Padre si era soltera o bajo la del
esposo si era casada. Allí trabajaba en las faenas del hogar. Hasta los doce
años la mujer era considerada menor de edad, en todo sujeta a la autoridad del
padre, su dueño y señor, que podía casarla con quien él juzgara conveniente, e
incluso hasta venderla como esclava. Después de los doce años, era considerada
como mayor de edad. A esta edad por lo general se realizaba el matrimonio, la
mujer pasaba de la potestad del padre a la del novio. Era como ya lo dijimos bastante frecuente el
matrimonio entre parientes, para evitar que los bienes cambiaran de familia y
que la esposa se sintiera más a gusto. El esposo podía y debía tener varias
esposas y concubinas. En el plano religioso no era mucho mejor la situación de
la mujer; aunque se dispensaba de ciertas normas como la de acudir tres veces
al año al templo de Jerusalén con la ocasión de las fiestas principales, debía
cumplir con las demás normas de la ley judía. En torno al templo de Jerusalén
la mujer solo tenía acceso al atrio (entrada) y no podía entrar a la parte central
del templo. Podía acudir a la sinagoga, pero no se le permitía escuchar las
explicaciones de la ley, ni estudiar, ni ser discípula de los grandes maestros.
No se aceptaba su testimonio en un juicio, porque se la suponía mentirosa (a
causa de la ligereza y temeridad de su sexo). Como siempre por cuestiones de
espacio no podemos profundizar más ideas de este mundo antiguo de la mujer.
Pero queda de tarea para que en las
diferentes pequeñas comunidades lo profundicen. Les recomendaría alguna clase
de literatura sobre estos temas : “El dios que nos revelan las mujeres” de la
caleña-colombiana Carmiña Navia Velasco y
“Por manos de mujeres” de Carlos Mester.
Se tuvo que esperar
tiempos mejores para vivir la aparición liberadora de Jesucristo que vino a romper
con tantas leyes y costumbres que degradaban a la mujer, que con su actitud y
sus enseñanzas nos recuerda el eterno presente de Dios desde el comienzo:
igualdad entre el hombre y la mujer. Por eso más de una vez lo hemos
conversado, hablar de la liberación femenina, es hablar de su gran liberador.
Pero no olvidemos que desde el Antiguo Testamento también empieza a darse un
brote de una galería o álbum de mujeres libres y felices al estilo de Dios,
como las que en este mes y en los próximos seguiremos reflexionando.
ROBERTO ZAMUDIO
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