ISABEL Y ANA
ISABEL: LA ALEGRÍA DE UNA MUJER
ESTÉRIL CONVERTIDA EN MADRE
Después
de haber hecho un corto recorrido con algunas mujeres del Antiguo Testamento,
les invitamos ahora a reflexionar caminando también con algunas pocas mujeres
del Nuevo Testamento.
El
ambiente que rodea la infancia de Jesús (Lucas 1-2), exhala todo el perfume
fresco del Espíritu de Pentecostés y el gozo de los días pascuales; Se destaca
de sobremanera la figura del Dios de los pobres, que, para hacer corona al Niño
Salvador, junto con la joven virgen de Nazareth y su fiel esposo José, atrae a
los pastores, a los simpáticos viejitos Simón y Ana, y al venerable matrimonio
de Zacarías e Isabel. Frente a su escéptico esposo el anciano sacerdote
Zacarías a quien los años le habían robado ya la alegría de una posible
paternidad, aparece la imagen de una gran mujer Isabel, culminando, como ya lo
dijimos anteriormente la procesión de tantas mujeres valiosas del Antiguo
Testamento, humilladas por esa especie de maldición que para la cultura
religiosa de la época suponía la esterilidad de una esposa, pero en quien la
bendición divina realizó la promesa de la comunidad orante del Salmo (113,9) de
sentar a la mujer estéril como una reina victoriosa en medio del hogar
convertida en madre jubilosa de hijos.
Isabel
significa en arameo “Perfección de Dios” y eso es precisamente lo que hace
Dios, todo lo hace perfecto. A Isabel le cae muy bien ese nombre porque Dios le
hace una gran misericordia, suscitando en sus entrañas secas el fruto de un
hijo, Juan el Bautista. Los cinco primeros meses de embarazo en que Isabel
permaneció oculta, le debieron servir para entender que su hijo era un regalo
del poder y del amor divino: “Se llamará Juan, porque en su lengua ese nombre
significa favorecido, agraciado por la misericordia de Dios”. Pero no acaba
allí la bendición, cuando Isabel salió orgullosa de su encierro al encuentro de
otra madre, su prima María, la presencia del Espíritu la invadió y la hizo
comprender el tesoro divino que María cargaba en sus entrañas para adelantarse
a toda la tradición cristiana llamando a su prima : “Madre de Dios” (Lucas
1,43). Isabel representa a la mujer que siempre sabe bendecir, esta bendice a
María, y María devuelve también la bendición, es decir “bendición con
bendición se paga”. La maternidad de esta mujer ya anciana colma de alegría
todo el ambiente. Tanto que, sus familiares y vecinos se contagiaron de esta
alegría. Se hizo realidad el anuncio del ángel y una vez más, el evangelio fue
una grata noticia.
Isabel:
Anciana, creyente, madre humilde y sencilla. Al bautizar al niño, ella fue la
que le dio el nombre, se rebeló porque en ese tiempo eran los hombres que los
que ponían el nombre. Su aporte a la historia fue en reconocer en María a
Jesús. Fue formadora de acuerdo a lo que ella creía, fue considera una puerta
abierta porque ella siempre estaba abierta a la acción de Dios.
ANA: LA PROFETIZA OCTOGENARIA
Entre
la gente humilde y sencilla que acogió cariñosamente al Niño Jesús, aparece la
figura simpática de una mujer ochentona, que nos la imaginamos un poco
encorvada y temblorosa, pero que en realidad estaba llena de vitalidad,
recordándonos la ternura de las alegres abuelitas con el nietecito entre sus
brazos.
Al
gran narrador que es el evangelista Lucas(2,26-38) le basta solo la pincelada
de tres versículos para describirla: Se llamaba Ana, como la madre milagrosa
del niño Samuel en el Antiguo Testamento; se casó en la adolescencia, vivió
siete años con su marido, y permaneció viuda
hasta los ochenta y cuatro, siempre sirviendo a Dios, día y noche,
alrededor del templo con ayuno y oración. Pero para Lucas sin embargo, el rasgo
principal era otro: La veía como a María la hermana de Moíses, como Deborah, la
gran matrona y salvadora del pueblo de Israel y como la clarividente Juldá (2da
Reyes 22,14-20), también una anciana que era profetisa. Llamada y favorecida
con la gracia divina, eso precisamente en hebreo significa su nombre. Ana tuvo
la bendición de encontrar un día a María y a José donde presentaban al niño
Jesús en el templo de Jerusalén. Esta anciana mujer como muchas mujeres de la
Biblia no era lo que algunos se imaginan o piensan: Una beata, o ancianita
rezandera, alienada en sus rezos y ajena a la realidad de su pueblo
empobrecido; lo digo y lo repito, que quisiera quitar esa venda de muchos
llamados creyentes que se imaginan a la virgen María y a las otras tantas
mujeres como unas creyentes lambe ladrillos, espiritualistas o simplemente
grandes rezanderas. Ana con su intuición de mujer y viveza sorprendente venida
del Espíritu Santo descubrió en el Niño Jesús al Salvador de su pueblo y al unísono con el viejo Simeón, estalló en
alabanza, contagiando de alegría a los pobres peregrinos que acudían al templo,
anunciándoles que este niño era el gran liberador de Israel y de todo el mundo.
El entusiasmo profético de aquella anciana carismática se adelanto al fervor
misionero que invadiría a la primera comunidad cristiana, después de
Pentecostés; como lo habían hecho Zacarías, Isabel, los pastores y Simeón, y
como lo harían después los muchos favorecidos de Jesús. Ana la profetisa y testigo alaba a Dios y
llena de esperanza a todos los pobres que soñaban con la liberación. Todo un
perfecto modelo de cristianos, que a pesar de su edad avanzada dejan que llegue a su vida la Buena Noticia,
del amor de Dios y se hacen anuncio de alegría y esperanza para el mundo.
Con
estas dos mujeres queremos iniciar un vistazo sencillo al mundo femenino del
Nuevo Testamento y las primeras comunidades cristianas. Como gran señal del
tiempo del Espíritu o de Pentecostés que es el que estamos viviendo, empieza
emerger por la gracia de Dios la voz de la mujer que trata de hacerse oír para
poder ser considerada como persona
protagonista de la historia y de la sociedad, aunque ya desde antes por
naturaleza la mujer fue muy religiosa. En el movimiento Jesús, las mujeres
tenían una participación igualitaria. Esta situación perduró durante muchos
siglos. Después la religión constituyo un espacio intermediario entre lo
público tradicionalmente masculino y lo privado-casa-hogar, (tradicionalmente
femenino) que hizo posible la participación activa de la mujer. En concreto la
propuesta de Jesús en el Nuevo Testamento y de la iglesia en los primeros
siglos es que la vivencia desde la fe bíblica, los seres humanos somos iguales;
que el sometimiento que esclaviza no está en el plan de Dios para cada uno de
sus hijos. En nuestros tiempos en la medida en que se va profundizando en la
experiencia de Dios, las mujeres que siempre fueron mayoría de la iglesia, cada
vez sienten la necesidad de estudiar, prepararse para entender mejor su fe para
oír mejor y más eficazmente a Dios.
Todas estas mujeres desde el movimiento de Jesús entran a formar la
comunidad del “Discípulado de iguales”, contribuyendo así a romper el sistema
patriarcal cerrado de la iglesia y de la sociedad.
Roberto
Zamudio
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