sábado, 1 de julio de 2017

ISABEL Y ANA

ISABEL: LA ALEGRÍA DE UNA MUJER ESTÉRIL CONVERTIDA EN MADRE

Después de haber hecho un corto recorrido con algunas mujeres del Antiguo Testamento, les invitamos ahora a reflexionar caminando también con algunas pocas mujeres del Nuevo Testamento.
El ambiente que rodea la infancia de Jesús (Lucas 1-2), exhala todo el perfume fresco del Espíritu de Pentecostés y el gozo de los días pascuales; Se destaca de sobremanera la figura del Dios de los pobres, que, para hacer corona al Niño Salvador, junto con la joven virgen de Nazareth y su fiel esposo José, atrae a los pastores, a los simpáticos viejitos Simón y Ana, y al venerable matrimonio de Zacarías e Isabel. Frente a su escéptico esposo el anciano sacerdote Zacarías a quien los años le habían robado ya la alegría de una posible paternidad, aparece la imagen de una gran mujer Isabel, culminando, como ya lo dijimos anteriormente la procesión de tantas mujeres valiosas del Antiguo Testamento, humilladas por esa especie de maldición que para la cultura religiosa de la época suponía la esterilidad de una esposa, pero en quien la bendición divina realizó la promesa de la comunidad orante del Salmo (113,9) de sentar a la mujer estéril como una reina victoriosa en medio del hogar convertida en madre jubilosa de hijos.
Isabel significa en arameo “Perfección de Dios” y eso es precisamente lo que hace Dios, todo lo hace perfecto. A Isabel le cae muy bien ese nombre porque Dios le hace una gran misericordia, suscitando en sus entrañas secas el fruto de un hijo, Juan el Bautista. Los cinco primeros meses de embarazo en que Isabel permaneció oculta, le debieron servir para entender que su hijo era un regalo del poder y del amor divino: “Se llamará Juan, porque en su lengua ese nombre significa favorecido, agraciado por la misericordia de Dios”. Pero no acaba allí la bendición, cuando Isabel salió orgullosa de su encierro al encuentro de otra madre, su prima María, la presencia del Espíritu la invadió y la hizo comprender el tesoro divino que María cargaba en sus entrañas para adelantarse a toda la tradición cristiana llamando a su prima : “Madre de Dios” (Lucas 1,43). Isabel representa a la mujer que siempre sabe bendecir, esta bendice a María,  y María devuelve  también la bendición, es decir “bendición con bendición se paga”. La maternidad de esta mujer ya anciana colma de alegría todo el ambiente. Tanto que, sus familiares y vecinos se contagiaron de esta alegría. Se hizo realidad el anuncio del ángel y una vez más, el evangelio fue una grata noticia.
Isabel: Anciana, creyente, madre humilde y sencilla. Al bautizar al niño, ella fue la que le dio el nombre, se rebeló porque en ese tiempo eran los hombres que los que ponían el nombre. Su aporte a la historia fue en reconocer en María a Jesús. Fue formadora de acuerdo a lo que ella creía, fue considera una puerta abierta porque ella siempre estaba abierta a la acción de Dios.

ANA: LA PROFETIZA OCTOGENARIA

Entre la gente humilde y sencilla que acogió cariñosamente al Niño Jesús, aparece la figura simpática de una mujer ochentona, que nos la imaginamos un poco encorvada y temblorosa, pero que en realidad estaba llena de vitalidad, recordándonos la ternura de las alegres abuelitas con el nietecito entre sus brazos.
Al gran narrador que es el evangelista Lucas(2,26-38) le basta solo la pincelada de tres versículos para describirla: Se llamaba Ana, como la madre milagrosa del niño Samuel en el Antiguo Testamento; se casó en la adolescencia, vivió siete años con su marido, y permaneció viuda  hasta los ochenta y cuatro, siempre sirviendo a Dios, día y noche, alrededor del templo con ayuno y oración. Pero para Lucas sin embargo, el rasgo principal era otro: La veía como a María la hermana de Moíses, como Deborah, la gran matrona y salvadora del pueblo de Israel y como la clarividente Juldá (2da Reyes 22,14-20), también una anciana que era profetisa. Llamada y favorecida con la gracia divina, eso precisamente en hebreo significa su nombre. Ana tuvo la bendición de encontrar un día a María y a José donde presentaban al niño Jesús en el templo de Jerusalén. Esta anciana mujer como muchas mujeres de la Biblia no era lo que algunos se imaginan o piensan: Una beata, o ancianita rezandera, alienada en sus rezos y ajena a la realidad de su pueblo empobrecido; lo digo y lo repito, que quisiera quitar esa venda de muchos llamados creyentes que se imaginan a la virgen María y a las otras tantas mujeres como unas creyentes lambe ladrillos, espiritualistas o simplemente grandes rezanderas. Ana con su intuición de mujer y viveza sorprendente venida del Espíritu Santo descubrió en el Niño Jesús al Salvador de su pueblo  y al unísono con el viejo Simeón, estalló en alabanza, contagiando de alegría a los pobres peregrinos que acudían al templo, anunciándoles que este niño era el gran liberador de Israel y de todo el mundo. El entusiasmo profético de aquella anciana carismática se adelanto al fervor misionero que invadiría a la primera comunidad cristiana, después de Pentecostés; como lo habían hecho Zacarías, Isabel, los pastores y Simeón, y como lo harían después los muchos favorecidos de Jesús.  Ana la profetisa y testigo alaba a Dios y llena de esperanza a todos los pobres que soñaban con la liberación. Todo un perfecto modelo de cristianos, que a pesar de su edad avanzada  dejan que llegue a su vida la Buena Noticia, del amor de Dios y se hacen anuncio de alegría y esperanza para el mundo.

Con estas dos mujeres queremos iniciar un vistazo sencillo al mundo femenino del Nuevo Testamento y las primeras comunidades cristianas. Como gran señal del tiempo del Espíritu o de Pentecostés que es el que estamos viviendo, empieza emerger por la gracia de Dios la voz de la mujer que trata de hacerse oír para poder ser considerada como persona  protagonista de la historia y de la sociedad, aunque ya desde antes por naturaleza la mujer fue muy religiosa. En el movimiento Jesús, las mujeres tenían una participación igualitaria. Esta situación perduró durante muchos siglos. Después la religión constituyo un espacio intermediario entre lo público tradicionalmente masculino y lo privado-casa-hogar, (tradicionalmente femenino) que hizo posible la participación activa de la mujer. En concreto la propuesta de Jesús en el Nuevo Testamento y de la iglesia en los primeros siglos es que la vivencia desde la fe bíblica, los seres humanos somos iguales; que el sometimiento que esclaviza no está en el plan de Dios para cada uno de sus hijos. En nuestros tiempos en la medida en que se va profundizando en la experiencia de Dios, las mujeres que siempre fueron mayoría de la iglesia, cada vez sienten la necesidad de estudiar, prepararse para entender mejor su fe para oír mejor y más eficazmente a Dios.  Todas estas mujeres desde el movimiento de Jesús entran a formar la comunidad del “Discípulado de iguales”, contribuyendo así a romper el sistema patriarcal cerrado de la iglesia y de la sociedad.

Roberto Zamudio

                                   

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